Cuando los Sistemas Internacionales colapsan, usualmente no lo hacen en silencio. La desarticulación del Sistema se ve acompañada de espasmos que durante décadas afectan a todos los actores, promoviendo la reorganización, caótica u organizada, del estatus quo internacional. En algunos casos, esta reorganización da paso a que potencias ascendentes asuman la primacía dentro del concierto de grandes potencias; en otros, da paso a que aquellas potencias medianas, que en su momento se vieron contenidas, exploren los límites de la comunidad internacional para ver qué tan lejos ha llegado la desarticulación y qué tanto pueden ampliar su influencia regional. De cualquier forma, el proceso de transición es altamente peligroso, ya que cualquier pequeño e irrelevante conflicto puede sumir a todo el concierto de naciones en el caos total, como nos lo demostró, hace ya más de un siglo, la Primera Guerra Mundial.
En esta ocasión, los espasmos del sistema son una continuación del proceso que inició con la caída de las torres gemelas y la visión de túnel, en lo referente a su política internacional, de las administraciones estadounidenses de los últimos 20 años. Estas, fallaron en comprender que la política internacional de una Superpotencia es algo institucional que lleva tiempo definir y modificar y que para cambiar de curso se deben de dar pequeños movimientos del timón que a mediano y largo plazo generen un cambio de dirección que sea significativo y duradero. Pero siempre, sin perder de vista, la periferia y su importancia relativa.
Pero entre la somnolencia complaciente de una Europa que recién empieza a hacerse responsable de su propia existencia y la fracturación, cada vez más radicalizada, de los actores políticos internos de los Estados Unidos, Occidente se ha quedado sin una visión clara y cohesiva de ¿qué defiende?, ¿cómo lo defiende? y ¿dónde lo defiende? Dejando el tablero en un estado de confusión, en el cual aún existe una figura imponente innegable, pero donde otros ya han cruzado la línea del atrevimiento y han retornado a proposiciones de reajuste territorial no vistas en más de medio siglo.
Como ejemplo de estos espasmos tormentosos del Sistema, tenemos la reivindicación rusa sobre los terrenos ucranianos, la cual ha ido acompañada de una confusa visión que es en partes irredentista y en partes xenofóbica, pero que es en definitiva torpe y mal planificada. Ante esta desatinada incursión, Occidente ha actuado de manera clara, sancionando a la Federación Rusa y excluyéndola de los mercados internacionales, proveyendo de material bélico al pueblo ucraniano para su defensa y expandiendo tanto los límites de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), como las inversiones en defensa de los países europeos que la componen.
Pero la invasión rusa a Ucrania es solo una parte del caos reinante. Desde Somalia hasta Haití, desde Irán hasta Venezuela, pequeños y medianos actores han sido los promotores o las victimas de procesos de desestabilización que han generado confusión sobre cómo actuar ante un mundo que no ha internalizado tanto como creíamos las ventajas de la libertad, el libre mercado y la democracia.
Es en el marco de esta confusión que la presidenta de la Cámara de los Representantes de los Estados Unidos, la honorable Nancy Pelosi, decidió visitar la isla de Taiwán; avivando las tensiones latentes y empeorando de manera considerable las relaciones entre China y los Estados Unidos. Esto, en un momento en el cual el foco de Occidente debería encontrarse, en su totalidad, en desarticular de manera categórica el intento ruso de cercenar la integridad territorial de Ucrania y garantizar el fortalecimiento de los lineamientos generales que impidan que ese tipo de acciones se puedan repetir.
En estos momentos, una escalada de tensiones solo sirve para poner a prueba los límites de un Occidente que se encuentra disperso, desgarrado y poco enfocado. Elevar las tensiones en Taiwán a conflicto armado, llevaría a Occidente a sacrificar todo lo que ha logrado conseguir en materia de integración, crecimiento y avances, para defender una inevitabilidad histórica cuya resolución ha de verse en el marco del compromiso mancomunado de los interesados, y no en la posibilidad de la barbarie que solo ha de generar destrucción.
Aun cuando Taiwán representa el 50% de la producción de semiconductores del mundo, y es un faro luminoso de libertad política y económica en la región, su realidad geoestratégica va en detrimento de su valor comparativo para Occidente y no puede convertirse en el detonante de un conflicto a escala global entre grandes potencias. Taiwán no puede ser el borde del precipicio desde el cual el mundo salte al vacío.
Es por esto por lo que antes que todo, el próximo paso debería de ser desescalar las tensiones con China, y tratar de volver a un estado de las cosas en el cual la suma de los intereses comunes sea mucho mayor que cualquier beneficio político mediático a corto plazo que ambas administraciones puedan sacar de un posible conflicto bélico “limitado”.
Luego de retroceder y bajar la intensidad de las acciones y discursos sobre el futuro de Taiwán, Occidente debe de reenfocar su mirada hacia Latinoamérica, tanto para promover su rápido desarrollo industrial y tecnológico, como para migrar gran parte, o la totalidad, de las industrias occidentales que hoy en día permiten que China tengan el peso que tiene en el mercado y las relaciones internacional.
Las políticas de Nearshoring son un primer paso para esto, pero no deben ser el único. Esto debe de venir acompañado de una promoción activa de políticas liberales, fomento de la democracia, inversión directa e indirecta en el desarrollo de políticas públicas y privadas que generen riqueza y disminuyan la pobreza, además de una clara y contundente política regional enfocada en crear las condiciones para que aquellos regímenes paria que se encuentran en la región, lleguen a su fin.
Solo a través de la reafirmación del compromiso de Occidente con los valores y principios que ha venido promoviendo durante años, podrá realmente contener la expansión de los regímenes autocráticos y populistas que nueva vez asoman su cabeza en el mundo. Solo a través del fortalecimiento de los mecanismos regionales y hemisféricos de inversión, desarrollo, intercambio comercial y defensa de la libertad y la democracia, podrá Occidente sobrevivir y liderear el próximo Sist ema Internacional que surja al otro lado de esta tormenta.